Cuenta el danés
Hans Christian Andersen que había una vez una sirenita que vivía muy feliz en
el mar, y un día se enamoró de un hombre terrestre bastante egoísta, distraído y
engreído… (Bueno, como casi todos los hombres, ¿no?) La sirenita conoce a este
hombre terrestre cuando le salva la vida al rescatarlo de un naufragio. Con
amor, lo abriga y lo cuida hasta que el hombre se recupera. Para entonces, ella
ya estaba más que enamorada y toma una decisión: En lugar de quedarse viviendo
en el océano, donde era feliz y nadaba a sus anchas, entrega a una hechicera su
voz y su poderosa cola de pez tornasolada a cambio de un par de piernas que la
dejan caminar a la par de él…¡pero con enorme dolor a cada paso! Finalmente, el
cuento termina cuando él se enamora de otra mujer (que no le salvó ninguna vida)
y la sirenita se desvanece en el aire…volando con no se qué cuernos de “hadas
de los vientos” que inventa Andersen, porque seguramente puso “ella muere “y su
editor le dijo “demasiado trágico”.
Ignoramos si
Andersen sabía lo que ahora sabemos sobre las sirenas, pero lo cierto es que,
siendo la sirenita feliz y poderosa en su reino, ella insiste ¾por
amor¾ en tener una vida terrestre dedicada a un
narcisista ingrato. Por esa decisión pierde su libertad, la felicidad y hasta la
vida.
Por siglos nos
han querido convencer de que no somos nadie sin un hombre. La verdad es que un
hombre no es nadie sin nosotras. Pero si una sirena autosuficiente y capaz de
todo se enamora perdidamente de un hombre que no respeta su lugar de sirena
independiente, es probable que ella pierda su propia voz y sus piernas, y ya no
pueda moverse con la libertad que conocía. A veces ni siquiera necesita que un
hombre la someta: se somete ella misma suponiendo que una mujer sometida será
más del agrado de su hombre. El mundo está lleno de doctoras en neurobiología
que luego de trabajar todo el día, llegan a su casa y se tienen que ponen a
cocinar mientras su marido ¾un músico frustrado que no aporta dinero
en casa¾ sigue
mirando televisión. Ella es inteligente y sabe que eso que está haciendo
está mal, que es humillante consigo misma. Pero no puede dejar de hacerlo.
Sigue, inconscientemente, un mandato ancestral de servidumbre. Es la “mentalidad
de esclavo” de la que hablábamos antes: “quiero serle útil y atender a mi
hombre… o me echa a patadas de su vida y me cambia por una esclava más
eficiente”.
En el pasado,
las sirenas proveían de alimento a toda la comunidad y sus maridos eran zánganos,
es cierto. En verdad, en casi todas las especies las hembras hacen todo y los
machos sólo sirven para preñarlas y pelearse entre sí
en los tiempos libres. Pero en esas sociedades, los mejores bocados son para
las mujeres y los niños, las mujeres definen dónde se asienta la comunidad, las
mujeres reparten las cosechas y las mujeres tienen el poder. El problema es que
en nuestra sociedad, las mujeres hacemos de todo, los machos siguen siendo
zánganos… pero perdimos el poder, les damos al macho el mejor de los bocados mientras
decimos “me gustan las tostadas quemadas” o “lo que más me gusta es la carcaza de pollo”; vivimos relegándonos a segundo
plano. Tampoco exigimos reivindicaciones en una sociedad que se dedica a
castigar a las mujeres con publicidades nada inocentes, donde nos van marcando
nuestro rol desde pequeñas: “Mujer: debes ser rubia, delgada y con pechos
turgentes. Debes ser siempre joven y además, sólo sirves para cuidar a los niños, lavar la
ropa, limpiar la casa, estar siempre maquillada y tener un pelo sedoso,
brilloso y lacio”. (Me pregunto …¿qué
tiene la sociedad contra los rulos y rizos?) Después están los famosos avisos
que muestran “el antes” y “el después”, en los que se supone que el antes está
mal y el después está bien. En lo personal, a mí siempre me parece más bella la
mujer que aparece en la foto del “antes”.
La realidad que
vivimos, el mensaje de los medios de comunicación, todo va teniendo el mismo
sentido: si de pequeña ves que los premios van a los hombres, los cargos políticos
van a los hombres, los honores van a los hombres y todas las calles, avenidas,
aeropuertos y edificios del mundo tienen nombres de hombres… ¡Te queda más que
claro quién manda en la sociedad! ¿Lucharías contra eso? ¡No, si ya sabes que
es como si una pulga quisiera ir en contra del poder de un elefante! (tú serías
la pulga, por si hace falta aclararlo) ¡Es una
batalla perdida de antemano! Entonces no nos queda más que adaptarnos a lo que
se espera de nosotras y hacemos esfuerzos sobrehumanos por ser las mejores madres
y las más perfectas esposas. Ah, y claro, ¡de tener el pelo lo más liso posible!
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